martes, 19 de abril de 2011

¿A qué deporte jugamos?



Pasó un nuevo clásico del fútbol argentino, en este caso el de Avellaneda. Clásico, partido singular, casi único, en el que todos se preparan de una manera especial y en el que se olvidan las realidades previas. Partido que se espera desde que empieza la temporada y es el primero que los hinchas miramos cuando conocemos el fixture. Los clásicos sacan un extra de los jugadores y de los hinchas, por eso la presión también se agranda. Los 90 minutos suelen ser intensos, a “cara de perro” como se suele decir. Las cuestiones futbolísticas quedan un poco de lado, el juego no se analiza demasiado y el resultado se explica por la actitud. El que gana seguramente es el que corrió más, el que trabó con más fuerza que el rival y el que siempre agachó la cabeza para ir al frente, alentado por el ruido frenético de su hinchada. El que pierde demostró que los colores le quedan grandes, que no entiende lo que significa la historia de este tipo de partidos, que le da lo mismo ganar que perder, que no pueden jugar más con la camiseta del equipo que representan. El clásico marca siempre un antes y un después. Causas y argumentos sobran y escuchamos de todo tipo, pero normalmente no tienen nada que ver con el deporte que se juega. Esto ocurre, con menor intensidad en el resto de los partidos y generalmente va marchando al ritmo del resultado. Cuando se gana tampoco se gana por tocar la pelota mejor que el rival sino por personalidad, por destreza física, por actitud y muchas otras cosas, menos con el uso de la redonda.
El hincha de fútbol no solamente alienta, sino que evalúa y exige, reclama de sus jugadores “algo”. Es casi un denominador común en todos los clubes que ese “algo” tenga un sinónimo automático que se traduce en la palabra “huevo”. Así, todos los fines de semana vemos como 22 jugadores corren atrás de una pelota para recuperarla, y cuando la tienen no saben qué hacer con ella, sino que la patean para adelante para que la línea de delanteros haga “algo” con ella. De esa manera tenemos delanteros corredores que cuando llegan al área se enfrentan al arquero y no saben cómo ni cuándo definir. El que intenta jugar a la pelota, normalmente tira una pared y recibe un ladrillo como respuesta. Eso sí, el que se la devolvió corrió los 90 minutos y se va aplaudido. El que quiso tirar la pared no tiene ese “algo”, o léase no tiene “huevo” y se va silbado. Cuando el partido se pierde no se busca explicación en el simple jueguito de pasarse la pelota entre compañeros sino en cuestiones físicas, anímicas, de sistema, de personalidad y vaya a saber cuántas otras cuestiones más que resultan secundarias al momento de analizar el principal factor que explica un resultado: “El fútbol”. Si, el mismo nombre indica de qué se trata este deporte, el mismo nombre indica qué es lo más importante. Si tenés el fútbol y lo sabés usar, lo más probable es que ganes el partido. No hace falta defenderse con 11 jugadores, ni atrasar las líneas en forma exagerada, ni correr sin sentido atrás de la pelota. Si la tenés marcás diferencia. Entonces, ¿Por qué cuando un equipo pierde lo primero que se reclama es actitud? No hay dudas que es un factor importante, como también lo es la preparación física o los conceptos tácticos, pero no son los factores fundamentales, en un deporte en el que la actitud por sí misma no alcanza ni por asomo.
En el fútbol no hay recetas que garanticen un resultado. Hasta ahora probamos reclamando hasta el hartazgo actitud, personalidad y “huevo” sin muchos logros. Si reclamamos con el mismo énfasis que nuestros jugadores toquen bien la pelota, jueguen con inteligencia, generen movilidad, miren el arco del frente y sean agresivos a la hora de atacar, tengo la plena seguridad de que los resultados serían mejores. Pero nadie tiene certezas, y me puedo equivocar. Si eso ocurre por lo menos habremos visto un mejor espectáculo, mas entretenido y vistoso. Después de todo en este deporte gana el que mejor juega, no el que tiene más cara de malo.

jueves, 14 de abril de 2011

Selecciones F.C.


La globalización es una realidad. Todos los días escuchamos una y otra vez hablar de este fenómeno que abarca y condiciona casi todos los aspectos de la sociedad en que vivimos. El fútbol no es la excepción, se abren mercados que antes no existían y hoy es cada vez más común ver en un plantel jugadores de nacionalidades tan variadas como exóticas e impensadas tiempo atrás. Equipos como el Inter de Milán están conformados casi por completo de jugadores extranjeros. A nivel clubes la “globalización” del fútbol es una realidad y difícilmente se pueda revertir, por lo menos en un corto plazo. En ese sentido la política de las instituciones debe respetarse, ya sea a la hora de abrirse o cerrarse a este fenómeno. Pero a nivel selección la historia es diferente. Lo que se pone en juego es la pasión y el orgullo nacional. Históricamente existieron casos de jugadores representando a países diferentes al que los vio nacer. Basta citar a Distéfano que vistió la camiseta argentina y española, o más cerca en el tiempo a Mauro Camoranesi quién se consagró campeón del mundo con Italia. Hoy vemos como jugadores de países históricamente “fuertes” como Argentina y Brasil, al ver limitadas las posibilidades de vestir la camiseta de su selección natal, obtienen la nacionalidad de otros países sólo para poder cumplir su sueño o deseo de jugar a nivel internacional o poder disputar un mundial. Un caso reciente es el de Néstor Ortigoza o el de Lucas Barrios, que representaron a Paraguay en la última copa del mundo sin siquiera haber jugado en el país guaraní. Por su parte México suele utilizar jugadores extranjeros que llevan un tiempo disputando la liga local. En otros casos hasta se ofrecen incentivos económicos para convencer a los futbolistas.
En este contexto me pregunto si no es momento de poner un freno antes de que el fútbol de selección pierda la identidad nacional y se convierta en un negocio en el que los traspasos de jugadores se transformen en moneda común. Sería bueno que tomáramos el ejemplo de lo que ya ocurrió a nivel clubes y tratemos de conservar esa pasión que sentimos cuando nuestra selección entra a la cancha. El fútbol de selección es el único que nos une como país, es el único que nos representa a los millones de compatriotas que alentamos a morir, el único que permite que en una cancha todos alienten para el mismo lado, a la misma camiseta. De mi parte me encantaría que el jugador que represente a mi país sea aquél que sueña con ese momento desde el día en que empezó a patear una pelota, que cuando le pregunten de chiquito cuál es su sueño conteste jugar en LA Selección, no en UNA Selección.
El fútbol y el deporte en general son los únicos capaces de convertir en sana y saludable una rivalidad entre países. Después de todo, un argentino quiere ganarle a los brasileros, no a un conjunto de jugadores que visten la verde amárela. Por suerte la Selección Argentina hasta el momento se mantiene al margen de este fenómeno, pero sólo porque estamos en una tierra de abundancia de futbolistas. Ojala los dirigentes de FIFA se encarguen de regular esta situación antes de que el fútbol de selecciones se termine de convertir en negocio, como ya parece que comenzó hacerlo. No se trata de nacionalismo ni racismo, los jugadores de los países hermanos tienen las puertas abiertas. El fútbol nos va a seguir uniendo en una cancha, aún cuando vistamos camisetas diferentes.

miércoles, 13 de abril de 2011

Los límites de la redonda.




Esta semana se dieron dos hechos que me llevaron nuevamente a pensar sobre el papel de los futbolistas, sus obligaciones, responsabilidades y límites. Los dos casos son muy diferentes, por antecedentes y por consecuencias para sus protagonistas, al igual que por el tratamiento y la exposición que tuvieron en los medios.
El primero es el del Burrito Ortega y su reconocida adicción que tantos problemas le ocasionó y en la que a veces nos olvidamos que el único o mayor perjudicado es él mismo. Cada ausencia de Ariel a las prácticas es una noticia instantánea en los noticieros, deportivos o no deportivos, y empiezan las especulaciones, los análisis, se buscan culpables, se aconsejan tratamientos y se debate sobre el comportamiento ético/responsable del jugador, siendo la principal preocupación si Ortega debe o no seguir jugando al deporte que lo hace feliz. Los hinchas nos disfrazamos de psicólogos y médicos, en seguida determinamos qué es lo mejor y los periodistas también hacen su parte. Sin embargo hasta el momento no escuché la palabra de profesionales capacitados en el tratamiento de un problema tan complejo. Tenemos que aprender que Ortega es, primero una persona y recién después jugador de fútbol, primero está su vida, su salud, su familia, su felicidad y sólo recién estamos los hinchas, los periodistas, los técnicos, los compañeros de equipo y los dirigentes. Debemos de una vez por todas entender que no sabemos todo de todo, que no somos expertos en cualquier materia y que no tenemos que opinar siempre, que el fútbol es un deporte hermoso, pero lo juegan los hombres, y que el deporte queda a un lado cuando lo que importa es la persona.
El otro caso es el de Matías Defederico. Hace dos días en mi cuenta de Twitter me encontré con que se despedía de sus seguidores, me sorprendió porque es un jugador que siempre se muestra abierto, no solo a los hinchas de su club sino al ambiente del fútbol en general. Comencé a investigar y me encontré con una sorpresa. Se le reclamaba una salida de un sábado por la noche estando lesionado. Leí una y otra vez la palabra responsabilidad y me volví a preguntar desde qué lugar se le reclamaba. Traté de pensar y creo que no conozco a una sola persona que no pueda disfrutar de una salida luego de cumplir con sus obligaciones laborales. Es increíble el sentido de posesión que muchas veces tenemos para con los jugadores, a tal punto que parece necesario que nos tengan que pedir autorización para disfrutar de sus momentos de descanso. Aún cuando el jugador entre en falta e incurra en un acto de irresponsabilidad no nos corresponde a nosotros “sancionarlo” ni juzgarlo, para eso están el DT y los dirigentes, quienes determinarán las acciones que crean correctas y pertinentes al caso en cuestión.
Los dos casos son extremadamente diferentes, pero tienen algo en común, nos seguimos involucrando en la vida privada de los jugadores y lo hacemos desde el desconocimiento y la hipocresía de reclamarles algo que nosotros mismos no somos capaces de cumplir. Creemos que por ser hinchas tenemos el derecho a reclamarles, increparlos, insultarlos y hasta amenazarlos en muchos casos, solo por el hecho de vestir la camiseta que nosotros decimos amar. Los periodistas muchas veces justifican este comportamiento y hasta muchos jugadores parecen avalar este tipo de cuestiones ya que “el hincha paga la entrada y alienta siempre”. Me parece que nos equivocamos, no somos jefes ni propietarios de nadie.
Nunca nos olvidemos que aún cuando el fútbol ocupa un lugar importante para todos los que disfrutamos de este juego, los que entran a la cancha son primero personas, miembros de familia, luego trabajadores que viven de su actividad y solo recién son futbolistas. Respetemos su intimidad, critiquemos el juego y opinemos del deporte que nos apasiona.